CUENTO No 12 EL RENOMBRADO.
Ése doce de octubre de 1951, el nombre lo puso la partera que asistió a mi madre en mi nacimiento, por el personaje de la conmemoración en esa fecha que solo ella sabía. Hoy me alegro que mis padres aceptaran su lógica por encima del que ellos tuvieran preparado.
Me duró intacto once años, hasta cuarto de primaria, en un salón donde nos identificaban con números y yo era el 52, por la letra del apellido. Con ellos corrían lista, llamaban al tablero y nos reconocíamos entre compañeros. Pero una vez el profesor, don Eleázar, quiso hacernos una demostración sobre el poder de la memoria. Los sesenta y tantos alumnos le dijimos el nombre y después los repitió uno por uno. Sólo se equivocó conmigo, nombrándome Nicanor. Como por timidez no lo corregí, así me llamé en adelante para todos por fuera de mi casa, hasta que llegué a bachillerato. Allí, ante el reclamo de algunos compañeros de escuela que ingresaron al colegio conmigo cuando respondí a lista con mi verdadero nombre, el director del salón de “Primero A” me conminó a jurar que ése si era, haciendo didáctico el discurso sobre lo grave que es para la sociedad que alguien se haga llamar como no es, actitud propia de delincuentes.
El suceso me afectó por muchos años mientras crecía; hasta llegué a pensar que yo tenía cara de Nicanor y que seguramente ese era el nombre que habían aprontado mis padres para mi bautizo, antes que Natividad, la partera, impusiera el de ella.
Pero no. Después tuve cara de Pascual, incluso hasta muy viejo. Siempre que conocía a alguien, hacía énfasis en la vocalización al presentarme; al rato, cuando iban a referirse a mí me decían, Pascual. Tampoco lo refutaba porque ya creía que al crecer, seguramente adquirí cara de Pascual.
Muchas veces, ya como empleado, en esos aburridos comités de trabajo, me distraje haciendo el ejercicio mental de analizar la correspondencia de los nombres con la fisonomía de las personas. Intenté imaginarlas con otros y nunca me cuadraron. Mauricio tenía cara de mauricio; Lina, de lina, Gerardo era Gerardo, Sorelly, no podía llamarse de otra manera…; en cambio yo, era Pascual.
Cristóbal Val: En los seis años del liceo, como en el ejército, me llamaron por el apellido, igual que a mi primo que estudiaba allí también. Ya por fuera del bachillerato, los antiguos compañeros me saludaban con el nombre de mi familiar y me preguntaban por él, con el nombre mío.
En la universidad, un compañero me confesó, previa disculpa para no ofenderme, que yo era como “Homero el palomo cándido”, personaje emergente del comic del Pájaro Loco en la televisión de entonces. Debido a que con risitas le acepté el comentario, me siguió llamando Homero.
Cuando me reintegré del campo a trabajar como burócrata en la ciudad, tenía cara de Antonio Navarro. Sin conocer mis andanzas, un compañero de Servicios Generales me lo dijo y lo difundió; cada que nos cruzábamos en los pasillos de la empresa me gritaba, “¡palabra que sí!”, eslogan que repetía el guerrillero reinsertado cuando el M19 tuvo candidato presidencial. Me miraba al espejo, y sí, hasta me parecía.
Después de 15 años, en la oficina empezaron a llamarme “el viejo”. También me han dicho Simón, Aristóbulo, o me han demandado simplemente como, “oiste guevón”.
Los míos no han sido apodos; los alias guardan relación con rasgos físicos y no borran el nombre (nunca me han dicho “el flaco”, “el orejón”, “el mono” ó “el feo”), mientras que mis re-nombres connotan una idea quizás de “campeche”, simple, ingenuo o de sano.
Las personas más recientes que trabajaron conmigo, de un modo reverente, espontáneo y natural me bautizaron Doncri.
Este lo asimilé con agrado por urbano, actual, tecnológico y musical. Quizás corresponda más conmigo ahora, como variante a mi nombre de pila, que aunque es bonito, con el nunca descubrí nada nuevo en esta vida.
CVV
El Martes 1 de Mayo de 2018, el primo Héctor publicó este video que me llamó mucho la atención.