Cuento Nro: 4 Mi Fernando Gonzalez
El lunes 17 de febrero entramos a clase como de costumbre. Don Eleázar, nuestro maestro de quinto de primaria, corrió lista llamándonos por el número que dos semanas antes nos había asignado, cuando empezamos el año académico en la escuela José Miguel de la Calle. Yo era el 52, por la primera letra de mi apellido. Nos estaba revisando las tareas de aritmética del fin de semana cuando tocaron la campana inesperadamente, mucho antes de la hora del recreo.
Salimos al patio y filamos como ya habíamos sido entrenados. Este será un lunes diferente porque “iremos a una misa especial en comunidad a las diez, a Santa Gertrudis en el parque de Envigado”, nos anunciaron; evento sin duda extraño porque ni siquiera los domingos estaba instituido para la escuela , por lo alejada que quedaba, en el barrio Obrero, a una cuadra de la quebrada La Ayurá.
En el parque principal confluimos las escuelas y colegios de la municipalidad, masculinos y femeninos, en perfecta formación y uniformados, menos nosotros que no lo usábamos; la banda de guerra de La Salle, con un toque lento, le imprimía solemnidad a un acto público cuya razón desconocíamos todos mis compañeritos.
En el atrio de la iglesia, en medio de muchas flores, estaba el altar para una misa campal y de frente a este, un grupo grande de personalidades vestidos elegantemente, sentados en lujosas sillas de madera. El reloj de la torre izquierda de la iglesia marcaba las diez en punto cuando se detuvo una carroza fúnebre, en la que pude leer mientras pasaba en frente nuestro, en una cinta morada con letras plateadas, “Fernando González Ochoa”.
En medio de los actos litúrgicos me distraje pensando en quien le daba nombre a la escuela donde cursé primero y segundo elemental, que hoy era el objeto de aquel despliegue de honores, para despedirlo.
Reconstruí en mi mente su porte delgado bajo una camisa a cuadros, pantalón de paño verde tablero, con una correa café a la altura del ombligo; su cara menuda coronada por una boina y, sobre todo, su expresión amable conmigo.
En la Fernando, igual que esta mañana en la José Miguel, en varias ocasiones sonó la campana antes de la hora del recreo. Pero allá fue para que filáramos porque el señor que hoy estábamos velando nos quería saludar. Efectivamente, él se paraba en el corredor en medio de varios bultos de mandarinas llevadas de su casa Otraparte en las afueras del pueblo. Empezando por los chiquitos de primero, íbamos pasando en fila a tomar una y luego volvíamos a hacer la formación, con la fruta en la mano. La primera vez llegué al costal sin dejar de mirarlo a los ojos porque, sin parecerse, algo de él me remitía a mí papá. Sonriente conmigo notó que tomé una mandarina muy pequeña, por lo que me dijo, “no sea bobo mijo; llévese dos ó coja una más grande”.
Cuando todos los alumnos estábamos surtidos y los costales vacíos, Fernando González mismo tocaba la campana y quedábamos en recreo.
CVV